martes, 13 de diciembre de 2011

Diego Velázquez bajo algunas miradas de José Ortegga y Gasset - Parte 2


Ahora, luego de estos datos de la vida de este pintor, precisemos. Diego Velázquez escapaba a todos los esquemas de su época, sin negarlos en su interior, pero si reinventándose constantemente. Su vida y realidad pueden existir desde si mismas; si su identidad e intimidad se configuran desde sí, sólo podríamos entenderla y conocerla desde su propio interior. Su vida interior y cómo articula su existencia es lo que hace interesante la investigación histórica. Ortega y Gasset postula que a la hora de realizar un estudio biográfico debemos considerar en la vida de un hombre 3 aspectos: vocación, que sería la “vida interior”; la circunstancia, que sería “la vida exterior”; y el azar, que sería una fuerza ordenadora (para Velázquez por ejemplo era el destino). Para nuestro trabajo de investigación histórica, el primer elemento ya no parece de tan lejana distancia; el segundo, queremos creer que dominamos medianamente; pero el tercero ya nos plantea un desafió completamente nuevo, si es que tomamos la decisión de creer o no en la existencia del destino o azar como una fuerza kármica que regula y ordena todo.

Velázquez ingresó al palacio muy joven, con sueldo y con todos sus gastos pagados como noble, con la vida totalmente solucionada. La tensión vital de ganarse la vida como pintor en la sociedad nunca la experimentó. Velázquez rodeado de nobles sufrió lo que Ortega denomina el “Imperativo familiar de destino noble”[1], su motivación de vida se transformó en convertirse en noble lo más rápido posible. Conseguido este nuevo nivel social, la vida palatina lo alejó de la sociedad pictórica del momento y con ella de las envidias de otros artistas. No necesitaba ganarse la vida como ellos con su oficio, por lo mismo no tenía que preocuparse del mercado y los encargos; Velázquez sólo se ocupaba de su pintura, de sus soluciones estéticas, de perfeccionar cada vez más su técnica. Ademas, Felipe IV tenía en sus palacios una de las colecciones pictóricas más importantes de Europa, por lo que Velázquez viviendo en el palacio-museo pudo nutrirse, bajo sus personales perspectivas, de todo el pasado artístico europeo. Curiosamente, comparado a otros pintores de la misma generación, Velázquez es el único que posee tan pocas influencias de la tradición.

Ahora, tratemos de comprender la actitud de Diego Velázquez con la tradición pictórica de la época; esta relación existencial entre un pintor y su pasado se articula: “Dichos medios tradicionales constituyen lo que denominamos “convenciones”. No son “leyes”, pues no hay absolutamente razón alguna para seguirlas si se exceptúa que el artista puede usarlas para sus propios fines. Agotada su utilidad se les abandona. Por esto cambian las convenciones”.[2] Las “aspiraciones”, en este sentido, serían metas existenciales a conseguir; la pintura de Velázquez afirma Ortega es el resultado de las “aspiraciones artísticas” y “aspiraciones nobiliares” que poseía dentro suyo. Las primeras los obtuvo por un don o gracia; las segundas, joven cuando ingresó al palacio. Su vida escapa de los esfuerzos de la vida normal, haciendo la suya mucho más simple pero monótona a la vez y será este mismo elemento el que transformará a Velázquez en un desapegado, desinteresado e impasible pintor ante la sociedad. Es el pintor menos preocupado por los espectadores que lo contemplan.

“La obra de arte formula la apariencia del sentimiento, de la experiencia subjetiva, el carácter de la llamada vida interior”, y continua: “El proceso vital concreto y sentido, las tensiones entrelazadas y cambiantes de un momento a otro, el fluir e ir más despacio, el ímpetu y el impacto de los deseos, y por sobre todo la continuidad rítmica de nuestro yo, desafía el poder expresivo del simbolismo discursivo”[3].

El poder articulador de la existencia sólo podemos comprenderlo como el equilibrio entre ambas “vidas”; el contexto por supuesto también condiciona pero sin ser determinante. Velázquez aún joven realizó lo mismo que muchos de sus colegas, Bodegones (mesas o cocinas de humildes tabernas en las que se exponen platos, cubiertos, ollas, frutas, verduras, carnes, bebida y en más de alguna ocasión algún personaje de los estratos sociales bajos de la España Imperial). El Bodegón es la trivialidad, no hay religión, ni mitología; ni emociones o sentimientos; no hay nada histórico (bajo concepciones de esa época). En ellos, a diferencia de los italianos, no se busca la belleza en su punto más abstracto (formalismo de Rafael), que la utilizan como si fuera un estupefaciente para los sentidos. No buscan tampoco el movimiento constante como lo hace el Barroco (Tintoretto o Rubens), mucho menos la versión exagerada del Manierismo o Barroco tardío (el Greco). El Barroco por lo tanto “implica una transformación de la idea proporcionada por el modelo (sea el modelo una cosa, un acontecimiento o un carácter) en el material plástico de que está hecha la obra. Obtener un efecto espacial por medio de un sonido o una sensación de luz pura – de brillo o esplendor- por medio del color o la forma y sin ninguna iluminación especial: esto es lo que quiero decir cuando hablo de transformación de la apariencia del modelo en estructuras sensoriales de otro tipo”[4].

Debemos entender los Bodegones en su contexto, no en el nuestro. En esa época era un tipo de arte subversivo, una temática contestataria (a lo religioso, mitológico, a lo que tenga movimiento y emociones), una pintura anti-belleza. A Velázquez le interesaba todo lo demás, está cambiando los parámetros establecidos. Él con sus Bodegones, como el “Aguador de Sevilla” (1622), está creando Retratos. Los retratos para Velázquez no son sólo rostros humanos, sino que la copa y la vasija también pueden ser retratadas. Esta concepción era peligrosa en la España barroca de Felipe IV, “…se nos presenta el arte velazquino al revés. Pues no se trata, sencilla y tranquilamente, de que Velázquez pintase retratos, sino que va a hacer del retrato principio radical de la pintura. Esto ya es cosa muy grave, audaz, peligrosa y problemática”[5]. Aludiendo al mismo tema citamos: “…la composición y la imitación del natural, son quizás alegorías- disfrazadas de la más inmediata realidad-, cuyo último sentido nos elude, quizás simples cuadros de género (pitture ridicole al decir de los italianos, en las que se describían en clave cómica el vicio de la gula o los excesos en la bebida y la vida libertina), ante cuyas alusiones sexuales y ante cuyos referentes humorísticos hayamos perdido los debidos instrumentos para entenderlos en todo su intrascendente significado”.[6]

Diego Velázquez está planteando su propio manierismo, está atacando de lleno las formas naturales para que ellas asuman formas artísticas. Es un formalismo sustentado en las formas propias de los objetos; en el Realismo Velázquez busca la belleza de los objetos en su humildad, en su cotidianeidad, en su existencia trágica. Este pintor plasma en sus cuadros la realidad con exactitud documental y ésta a su vez no pierde su condición de humilde, mísera y espontánea (de un momento preciso en el cual se abre paso con su existencia). La realidad es presentada como una irrealidad, como algo fantasmal; “Inocencio X” (1649); “Las Meninas” (1656); “Las Hilanderas” (1656-1658) poseen una gran riqueza documental por su exactitud, pero todas las imágenes tienen un aura irreal (Velázquez hace una variación del Realismo, el Irrealismo). Nosotros historiadores debemos contemplar y analizar estos documentos gráficos con cuidado, para no caer en errores de interpretación. “Las imágenes son testigos mudos y resulta difícil traducir a palabras el testimonio que nos ofrecen. Pueden haber tenido por objeto comunicar su propio mensaje, pero no es raro que los historiadores hagan caso de él para “leer entre líneas” las imágenes e interpretar cosas que el artista no sabía que estaba diciendo. Evidentemente semejante actitud comporta graves peligros. Es preciso utilizar las imágenes con cuidado, incluso con tino – lo mismo que cualquier otro tipo de fuente- para darse cuenta de su fragilidad”[7].

Velázquez nos presenta la realidad como algo impalpable, como algo incorpóreo; no busca la belleza exacerbada como lo hace Rafael. No le da belleza a cosas que no la poseen. No hay Idealismo, las cosas son presentadas como son, con sus imperfecciones e imprecisiones, Ortega sostiene que Velázquez crea sus obras en los momentos precisos en los cuales se está desarrollando la acción, en el momento mismo del presente; son cosas o acciones que están viniendo a existir, están recién configurando su existencia. La Realidad va apareciendo en sus obras sin llegar al punto de concluir la existencia misma de ella. La conquista de la realidad sería la respuesta a las trabas que le imponían las formas barrocas. “Su estilo tampoco invitó durante muchas décadas a buscar su lección; si a comienzos del siglo XVII su naturalismo retratista era una bandera de modernidad y rebeldía frente a las tradiciones del Renacimiento, el clasicismo que se instauró en el siglo XVIII vio y miró con displicencia lo que para sus creencias no era sino una inadmisible limitación”[8].

Otra forma “metodológica” que Ortega y Gasset nos invita a practicar es a no seguir revisando toda la obra de un artista (sin ser excluyente el revisarla); a su juicio, sería más interesante e importante estudiar que es lo que no ha pintado Velázquez. Sólo analizando sus omisiones podremos comprender a fondo el real sentido de su existencia y como él se enfrenta a su periodo histórico. En el siglo XVII toda la pintura española respondía a temáticas religiosas o mitológicas, cualquier otro tipo de temáticas eran consideradas como algo infra-artístico o sólo como curiosidades. Velázquez concientemente se niega a pintar cuadros religiosos, pero como pintor real tuvo que realizar algunas de estas pinturas por encargo. “El Cristo Crucificado” (1636) o La Coronación de la Virgen (1638) son dos de los pocos ejemplos que tenemos dentro de la temática religiosa. Refiriéndonos a esto mismo, la relación entre Velázquez y la religión podemos agregar que este pintor no era ateo o impío, sólo al igual que muchos de sus contemporáneos, no poseían un apego fuerte a la religión y a la religiosidad (ademas debemos recordar que los temas religiosos representan los iconos de la belleza del Barroco, algo que personalmente a Velázquez no le gustaba por considerarlo una traba). En esta época, en la cual Velázquez aparece como la novedad, estaban paulatinamente pasando de moda estas temáticas. La única solución la ofrecía la temática mitológica, Velázquez también pintó algunas obras dentro de este género pero introduciéndoles su carácter personal. “Los Borrachos” (1628-1629); La Fragua de Vulcano” (1629-1630); “Marte” (1640); “Mercurio” (1659); o semi-mitológicas como “Esopo” (1638) y “Menipo” (1638).

Diego Velázquez manipula la irrealidad de estas temáticas para volverlas reales; “…todas estas mitologías velazquinas tienen un aspecto extraño ante el cual, confiésenlo o no, no han sabido qué hacerse los historiadores del arte. Se ha dicho que son parodias, burlas, pero se ha dicho sin convencimiento”[9]. Velázquez, postula Ortega, acepta la mitología como temática pero le da un carácter totalmente distinto al del resto de los pintores de la época; hace algo inverso, en vez de alejarse de la realidad, retrata estas temáticas mágicas con proximidad, trata de buscar una escena próxima que les de realidad y existencia concreta a esas imágenes. Deja que la existencia de la realidad se constituya sola, no la deforma ni la delimita, sólo la deja existir. Refiriéndome a “Los Borrachos” cito: “No se trata ni de una reconstrucción de una antigua obra mitológica, ni de un homenaje al ídolo del dios, ni una presentación del mito de la enseñanza del arte de la viticultura; su tono no es ni heroico o el arcano de una fábula antigua, tampoco el festivo de una bacanal mítica clásica, ni pretendió representar un hecho de la antigüedad. ¿Se trataría de una burla de la mitología clásica, de una festiva farsa acontecida en Bruselas o de la representación de una actuación de los bufones de la Corte?”[10]

Con esto, de alguna forma u otra, Velázquez nos manifiesta su negación a la tradición pictórica imperante. Quiere hacer el “arte de lo real” y vive junto a él en contra de todos los parámetros establecidos en su tiempo, lo fantástico y lo convencional. Velázquez cree que los grandes maestros de la pintura, reconociéndoles todas sus capacidades técnicas, no deben estancarse por las formas convencionales de lo religioso o irreal (Barroco). Retomando, sobre “Los Borrachos”, “…el logaritmo de la realidad, Velázquez ha transportado, con tono jocoso más que burlón, la fábula al presente, aunque no oculte los resultados negativos de la bebida: a la derecha, un pobre pide limosna a uno de los cofrades, quien se lleva la mano a una gaita, símbolo de una bolsa vacía”[11]. Podemos entender que su concepción “subversiva” sobre el arte, los maestros y temáticas de la época, le brindaron más de un enemigo o detractor, al igual como anteriormente nos referíamos a las envidias de las cuales era expuesto. Alejado de sus colegas y gremios fue un hombre que vivió solitario sin amigos ni simpatizantes, salvo el único que necesitaba, el rey Felipe IV.

Anteriormente nos referíamos a Descartes y a la analogía que realizaba Ortega y Gasset en torno a la relación de Velázquez con este hombre, pertenecientes ambos a la misma generación. Apuntaremos algunas de sus ideas sólo a modo de poder finalizar nuestro breve ensayo. Descartes y Velázquez, sin tener una relación evidente, nos entregan más datos importantes sobre la configuración existencial de los hombres en una época histórica determinada. Ambos, uno en pintura y el otro en filosofía, buscan los elementos necesarios que les permitan reinventarse en su época sin las ataduras de los principios tradicionales. Velázquez reduce la pintura a visualidad pura, mientras que Descartes reduce el pensamiento a sólo racionalidad. La realidad de los dos sólo puede ser entendida desde si mismos sin necesidad de nada más para su existencia concreta en el periodo histórico.

La “vida interior” en conjunción con la “exterior” permite la creación de esta forma de enfrentar una vida particular. He aquí lo genial de la obra de Velázquez. Su obra, como sostienen muchos historiadores no nos ofrece nada, provoca sosiego y reposo (que es una curiosidad dentro de la pintura de la época motivada por el movimiento y la inquietud). Pero este es un error, Velázquez si pinta el movimiento, de hecho es el elemento fundamental de sus obras, pero busca los movimientos propios de las cosas, pone las imágenes cómodas en su ambiente natural; respetando la realidad sitúa sus temáticas en su habitualidad. Estas adquieren esa sensación de reposo puesto que Velázquez selecciona de la realidad cuales son sus movimientos propios que posean más “garbo” (como lo llaman los españoles) o gracia. He ahí el elemento poético de la obra del sevillano, una poesía sacada de la realidad misma, movimientos con gracia que son propios a la historia y cultura de los españoles.

Diego Velázquez si nos presenta una pintura histórica, pero no en el sentido cotidiano de considerarla; su pintura es la de la “instantaneidad”, presenta cuerpos en el instante preciso en el cual se están moviendo, es un sólo instante, es el momento en el cual sacan adelante su existencia. Los modelos de sus cuadros al igual que su obra completa están en un constante “estar siendo”, se van articulando, se está dejando ser a la realidad. “Los borrachos representan el instante en que Baco corona a un soldado beodo; La fragua de Vulcano, el instante en que Apolo entra en el taller del Dios herrero y le comunica una maligna noticia; La túnica de José, el instante en que sus hermanos enseñan a Jacob los vestidos de aquel ensangrentado; Las Lanzas, el instante en que un general vencido entrega las llaves de la ciudad a un general vencedor y éste las rehúsa; Las Meninas, un instante preciso… cualquiera en el estudio del pintor…”[12].

Velázquez, de alguna forma, podríamos decir que es más histórico que el resto de los pintores de su generación puesto que no trata de escapar de su tiempo, pinta el tiempo en si mismo, el tiempo en su máxima expresión y este estaría representado por el Instante mismo.

Ortega y Gasset nos ha hecho reflexionar y nos ha logrado situar desde nuevas perspectivas en torno a la investigación de la Historia del Arte. Hemos comprendido que la acumulación exhaustiva de datos bibliográficos es importante para el sustento de la investigación pero que el acceso directo a la personalidad de un hombre, a la propia reconstrucción de su existencia, será siempre más certera iniciarla desde la “vida interior” para comprender como los hombres se enfrentan a su realidad particular; luego de esto, podremos contextualizar los datos externos a su propia vida para articular nuestro discurso histórico.

Bibliografía

- Ortega y Gasset, José, “Papeles sobre Velázquez y Goya”, Ediciones Revista de Occidente S.A. – Bárbara de Braganea, 12. Imp. Viuda de Galo Sáez. Mesón de Paños, 6. Madrid 1950.

- Ortega y Gasset, José, “Papeles sobre Velázquez y Goya” – en “Papeles sobre Goya” Editorial Alianza para Revista de Occidente. Madrid 1985.

- Langer, K. Susanne, “Los Problemas del Arte – Diez conferencias Filosóficas”. Ediciones Infinito, Buenos Aires Argentina 1966.

- Hobsbawm, Eric – “Historia del Siglo XX” / “Cáp. XVII: La Muerte de la Vanguardia: Las Artes Después de 1950”. Edición CRÍTICA, Grupo Editorial Planeta – Buenos Aires 2006.

- Marías, Fernando, “Velázquez”, Descubrir Arte Bibliotecas – Arlanza Ediciones Madrid 2005.

- Marías, Fernando, “Otras Meninas”, Ediciones Siruela, Madrid, 1995.

- Burke, Peter, “Visto y No Visto”, Editorial CRÍTICA, Barcelona 2001.

- Hauteccerur, Louis & Aznar Camón, José, “El Siglo XVII” catedráticos de la Universidad de Madrid. Ref. “Historia General del Arte” Editorial Montaner y Simón, S.A. Barcelona 1958 – compilación de José Gonzáles Porto.

- Calvo Serraller, Francisco, “Velázquez”, Ediciones Antártica, Barcelona 1991.

- Lafuente Ferrari, Enrique, “Velázquez. Estudio biográfico y critico”. Edit. Carroggio, Barcelona, 1966.


[1] Op. Cit. Ortega y Gasset, José, “Papeles sobre Velázquez y Goya”. Pág. 71

[2] Op. Cit. Langer, K. Susanne, “Los Problemas del Arte – Diez conferencias Filosóficas”. Pág. 100.

[3] Ibidem. Langer, K. Susanne, Pág. 133.

[4] Op. Cit.Langer, K. Susanne, “Los Problemas del Arte – Diez conferencias Filosóficas”. Pág. 102.

[5] Op. Cit. Ortega y Gasset, José, “Papeles sobre Velázquez y Goya”. Pág. 83.

[6] Op. Cit. Marías, Fernando, “Velázquez”. Pág. 29.

[7] Op. Cit. Burke, Peter, “Visto y No Visto”, Pág. 18.

[8] Op. Cit. Marías, Fernando, “Velázquez”, Pág. 11.

[9] OP. Cit. Ortega y Gasset, José, “Papeles sobre Velázquez y Goya”. Pág. 93.

[10] Op. Cit. Marías, Fernando, “Velázquez”, Pág. 49.

[11] Op. Cit. Marías, Fernando, “Velázquez”. Pág. 50.

[12] OP. Cit. Ortega y Gasset, José, “Papeles sobre Velázquez y Goya”. Pág. 103.

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